Cuando yo tenía 4 o 5 años, a mi padre le pareció buena idea comprar un ordenador. Bueno… para ser exactos: cuando yo tenía 4 o 5 años, a mi padre le pareció una buena idea comprar un ordenador y mi madre le dejó hacerlo (aunque ella lo lamentara a posteriori en numerosas ocasiones).
En el fondo, mi padre compró un ordenador en el año 89 porque, aunque él lo siga negando a día de hoy, es un nerd que no pudo desarrollar al 100% su hobbie principal. Yo tengo claro que si hubiese podido, él hubiese tenido una torre con iluminación LED interna, sistema de refrigeración líquida de primer nivel, una CPU de esas que nadie conoce, pero que dan un rendimiento increíble, un sillón “gamer”, doble pantalla (como mínimo), teclado mecánico retroiluminado y algunas cosas frikis más que ahora mismo no me vienen a la cabeza.
Volviendo al primer ordenador que entró en casa, para que te hagas a la idea, era un ordenador con un procesador de la familia 286, con una capacidad de cálculo más de 1.000 veces inferior a la que llevo en el bolsillo cada día (por no hablar del almacenamiento o la cantidad de memoria RAM!). En ese momento mi hermana y yo seguramente hubiésemos aprovechado igual una Master System o una NES, pero en cambio lo que tuvimos en casa era un ordenador… muy grande… y que hacía mucho ruido al arrancar.
Para facilitarnos el acceso a los pocos juegos que teníamos (Prince of Persia, Bubble Bobble y poco más por aquel entonces), mi padre decidió hacer un pequeño programa en BASIC que arrancaba solo y que nos permitía empezar a jugar sin tener que lidiar con la línea de comandos de MS-DOS. Ese programa era, con perdón, la hostia y a medida que podíamos utilizar más programas (como por ejemplo Wordperfect 4 u otros juegos), a mi se me despertó la curiosidad de saber cómo funcionaba porque, al fin y al cabo:
¡Aquel programa era lo único que me permitía jugar!
No recuerdo exactamente el momento, pero en algún punto de la historia empecé a observar cómo se editaba el código, dónde teníamos que guardarlo, en qué línea del AUTOEXEC.BAT se definía si se ejecutaba ese programa o no… y empecé a hacer modificaciones por mi cuenta. Primero eran modificaciones sencillas, cambiaba una línea, miraba que pasaba y volvía atrás, no las dejaba nunca guardadas cuando dejaba el ordenador; hasta que un día añadí yo solito uno de los juegos al listado y funcionó.
A partir de ese momento dediqué muchas horas a los ordenadores, muchas de ellas dedicadas a jugar obviamente, pero muchas de ellas también dedicadas a curiosear por dentro a nivel de sistemas operativos y programas o a nivel físico conectando cables, unidades de disco, memoria, lectores de CD-ROM…
Seguramente mi vista hubiese agradecido no dedicar tantas horas al ordenador y ahora mismo no tendría más de 8 dioptrías en cada ojo, pero la curiosidad de explorar e intentar entender cómo funcionan las cosas no desapareció nunca afortunadamente. Da igual que hablemos de los últimos altavoces inteligentes disponibles en el mercado, del desagüe de la cocina o del proceso de decisión de compra de las personas delante una tienda de ropa, una vez se despierta el hambre de conocer el funcionamiento de tu entorno, esta no tiene fin.
Me he animado a poner por escrito esta reflexión, porque en el trayecto hasta uno de los centros en los que doy clase habitualmente, me he parado a observar los coches a mi alrededor. Desde el coche eléctrico “con mucha tecnología” que conduzco actualmente, podía observar coches de más alta gama, con muchos más extras, y con motores de combustión infinitamente más complejos que el que lleva el mío: y eso también es tecnología, no todo son pantallas.
Pero no solo eso, esas piezas negras (y en la mayoría de caso sucias) que mantienen en contacto el coche con el asfalto, también es tecnología. El coche más modesto de hoy en día, puede tener en sus neumáticos el resultado de un proceso de fabricación altamente tecnológico. Repito: no son pantallas, pero sigue siendo tecnología.
El ser humano se distingue del resto de especies en gran medida (aunque no solo) por su capacidad de elaboración de instrumentos… es decir, por el desarrollo tecnológico. Tenemos un cerebro que nos permite razonar y unas manos con pulgares oponibles que nos permite desarrollar herramientas.
Negar o dar la espalda al desarrollo tecnológico no es un buen camino a nivel de especie, pues este desarrollo es el que nos ha permitido alargar la esperanza de vida o reducir el número de conflictos violentos hasta mínimos históricos.
La parte negativa del desarrollo tecnológico es la utilización de sus resultados sin control alguno: hace siglos aprendimos que un palo con una piedra cortada de una forma determinada en uno de los extremos nos ayudaba a cazar. Y eso nos permitía comer de forma más regular, pero también aprendimos que la misma lanza servía para atravesar otro ser humano y acabar con su vida.
De ese descubrimiento hace muchos siglos y, afortunadamente, una gran parte de la población ha entendido que el cuchillo sirve para cocinar las más deliciosas recetas y para perpetrar los crímenes más atroces… pero que el cuchillo no tiene responsabilidad en una u otra.
Y sí, el cuchillo, sigue siendo tecnología.
En los últimos 40 años el desarrollo tecnológico ha sufrido un avance sin precedentes en la historia de la humanidad (diría del universo, pero no soy tan atrevido): comunicaciones, sistemas de información, biotecnología, medicina, neurociencia, materiales, generación de energía eléctrica… y podríamos seguir. Probablemente una persona no pueda llegar nunca a estar al día de todo ello, pero sí que sería necesario que el estilo de vida (demasiado) cómodo que se vive en algunas partes del planeta, dejase espacio a la curiosidad y un mayor porcentaje de la población se interesara por cómo funcionan las cosas.
No podemos exigir a nuestros dirigentes estar al día del avance de la tecnología si la misma sociedad se lanza al uso de la misma sin tener un mínimo interés por saber cómo funciona. No se trata de ser capaz de producir microprocesadores en casa, ni tan siquiera se trata de que todo el mundo sepa desarmar el ordenador y cambiar la memoria o el disco duro o desatascar el desagüe de la cocina, se trata simplemente de entender las consecuencias de utilizar el cuchillo o tirar una lanza.
Muchas de las cosas que utilizamos hoy en día son “cuchillos” de los que desconocemos las consecuencias de su uso; muchos de los recursos que tenemos a nuestra disposición afectan a nuestra conducta de formas que nunca antes habíamos visto y necesitamos tiempo para descubrir el impacto que tienen. La imprenta cambió la capacidad de acceso a la información y despertó un movimiento en contra que a día de hoy parece absurdo, la radio o la televisión cambiaron la forma y la velocidad del acceso a las noticias y al cabo del tiempo se normalizó su uso; es posible que muchos de los recursos que estamos empezando a utilizar en pleno S. XXI no sean nocivos, pero pueden provocar cambios sociales que todavía están por descubrir y prometen ser apasionantes (más todavía si los vivimos desde dentro). Y aun así, un poco de prudencia, un mínimo análisis ético y una reflexión que tenga en cuenta la persona, la sociedad y el medio ambiente antes de adoptar las últimas tendencias, seguramente nos ahorrará muchos problemas a medio y largo plazo.
Fotografía de Ola Dapo
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